Ha pasado muy poco desde que regresáramos de un viaje muy especial a Myanmar, la vieja Birmania. Un país de países que se columpia entre la Bahía de Bengala y el Mar de Andamán en el costado noroccidental del Sudeste Asiático. Y que empieza a caminar descalzo en un incipiente proceso democrático hacia un nuevo futuro sin cadenas amarradas a los pies. Lo viajeros que visitamos Myanmar y que nos descalzamos para pisar todo espacio sacralizado en templos, pagodas o santuarios, nos marchamos del lugar con la sensación de haber inhalado las sonrisas más puras de Asia, el elixir de una autenticidad aún presente en las calles, los mercados y los campos arados todavía por bueyes. Quizás sea por eso que mi corazón aún no ha vuelto de allí y se ha quedado, como preveía, prendado de sus gentes, de los templos milenarios de Bagan resurgiendo de los árboles, del dorado de las grandes pagodas y del sonido de los remos en el Lago Inle.
Pagodas de Inle Lake, Myanmar
Myanmar, que guarda bajo llave su inocencia, se trata de uno de esos destinos de los que no terminas de regresar del todo. Todavía hoy siento el calor en los pies de sus azulejos al sol y cuando cierro los ojos durante la noche, contemplo con entusiasmo aquel paisaje humano y monumental que convierte a esta tierra en un privilegio para los sentidos.
¡Mingalaba Myanmar!
Mingalaba, el saludo que empapa todas las conversaciones en el país, viene a significar algo así como “por un día repleto de buenos augurios”. De ese modo comenzaba cada jornada y cada coloquio con los locales utilizando a posteriori un inglés tan incomprensible para ellos como para nosotros. Pero con palabras sueltas, gestos y, sobre todo, mente abierta para hacerse entender, los diálogos resultaban siempre placenteros. Recuerdo perfectamente cómo nada más llegar a Yangón (antes conocida como Rangún), sentados a la sombra en un parque, se nos acercó un chaval joven que quería saber más de España, de nosotros y que nos contó su experiencia como monje en un monasterio budista. Pero no fue un caso aislado, eso con sus correspondientes variantes sucedía prácticamente en cada paseo por la ciudad y más aún en zonas rurales donde todavía a los extranjeros se nos mira como auténticos extraterrestres.
Monje budista en una pagoda de Myanmar
A pesar de ser un país que sufrió una profunda colonización, al occidental no se le contempla con recelo sino todo lo contrario. La hospitalidad y buena educación con el forastero en tierras birmanas es una norma que se aplica en todos y cada uno de los días de un viaje al país asiático. Y, sin duda, la razón que sostuvo nuestra alegría en todo momento. Os aseguro que es realmente difícil enfadarse o pasar un mal rato viajando por Myanmar. Como mucho uno puede quedarse “Lost in translation” para encontrarse minutos más tarde riéndose a carcajadas en una situación rocambolesca (probablemente sentado en el suelo de madera de la casa de un transeúnte cualquiera).
¿Qué tiene Myanmar que te atrapa para siempre?
Es curioso. Probablemente (y lo digo aún en caliente) Myanmar no se trate ni de lejos del país más bello del Sudeste Asiático. No posee los paisajes de Vietnam o Tailandia, sus ciudades no han tocado aún el cosmopolitismo de Bangkok, el ritmo de Hanoi, ni tiene a la Hoi An o Luang Prabang de turno en la que enamorarse durante un paseo. Es un país caótico sumido en grandes atascos, todavía no demasiado preparado para el turismo “que vendrá” y con unos precios en cuanto a hoteles que se alejan mucho del estándar surasiático de bueno, bonito y barato.
Bagan - Myanmar
Pero Myanmar tiene algo. O más bien tiene muchos “algos” que te acompañan en tu ruta por el país. Su gran pilar es, como he dicho antes, la gente. El trato con el visitante es tan maravilloso que llega a ruborizar. Uno se compara con ellos y es inevitable salir perdiendo e incluso pensar que en ocasiones rozamos la mezquindad con los demás en nuestra vida diaria. Gracias a ellos resulta imposible sentirse desorientado. Lo más probable es que ante una duda, por liviana que sea, se termine tomando té y pasta de arroz en el salón de un lugareño. Y esas son experiencias que se lleva uno para siempre.
Mujer Pa-O en Myanmar
Por otro lado, aunque ya se ven bastantes turistas (en los últimos cinco años el ritmo de visitantes se ha multiplicado) recorriendo el país, no hay ni la décima parte de lo que nos podríamos esperar. Uno puede estar tranquilo porque aún no han desembarcado los trescientos mil autobuses llenos de chinos con palos selfie, banderita y griterío añadido (lo que suelo llamar turismo de pastoreo). Hay viajeros, por supuesto, y cada vez más, pero no existe sensación de agobio ni los lugares son un parque temático de sí mismos. Y eso es algo que quienes viajamos buscando la autenticidad de las cosas valoramos mucho. Por no decir que hay aún muchas zonas que han estado cerradas hasta hace muy poco y donde los únicos turistas que ha visto la gente fue por televisión. En realidad hay mucho más Myanmar de lo que si quiera llegamos a imaginar…
Pagodas en indein, Myanmar
Lugares de Myanmar que marcaron un viaje fantástico
Yangón y Bago, viejas capitales del sur de Birmania
Nuestro viaje nos hizo transitar en primer lugar por Yangón en busca de su pasado como colonia británica (quedan resquicios como la aduana, el tribunal de justicia o el mítico The Strand, el hotel aún en uso donde se hospedaran personajes como Rudyard Kipling, autor de “El libro de la selva”) para después rodear durante horas y cambios en la iluminación la gran Pagoda Shwedagon, con su inmensa estupa de oro de más de 100 metros de altura y un espíritu de oración y celebración extraordinario en el considerado uno de los lugares más sagrados del Sudeste Asiático. Puede sonar exagerado por mi parte, pero sólo la visita a Shwedagon compensa un viaje de miles de kilómetros a Myanmar. Transitar con los pies descalzos por este universo budista nacido en tiempos inmemoriales fue una de las mejores cosas que nos pudo pasar en la que fuera la capital birmana hasta hace pocos años.
Shwedagon Pagoda (Yangón, Myanmar)
Apenas a 80 kilómetros de Yangón, Bago se erige como capital histórica del sur de Birmania, aunque el abandono y los terremotos (o viceversa) han limitado su esplendor hasta ser una visita puntual de medio día así como lanzadera para ir a ver la roca dorada. Lo pasamos muy bien en Bago, pero no nos terminó de conquistar.
Érase una vez un lugar llamado Bagan
De Yangón viajamos una noche en bus hasta Bagan, el centro de todos nuestros pensamientos en Myanmar. Si hubo un objetivo en el país que me devolvió esas ansias infantiles de convertirme en Indiana Jones fue ese. Los Templos de Bagan se esparcen en una explanada de selva árida hasta componer un conjunto que supera con creces los dos mil edificios de un reino desaparecido y rescatado del olvido gracias a las muchas historias de arqueólogos y exploradores que llegaron a la zona.
Un sinfín de estupas, torreones y estatuas sedentes de Buda, que no siempre sonríen, nos incitaron a cruzar una y otra vez el umbral de grandes portones con nuestra linterna y descubrir otros mundos en esas paredes de pinturas desgastadas y un suelo casi helado fundiéndose con nuestros pies. Los templos más conocidos como Ananda, Dhammayangyi, Sulamani, Shwezigon o Thatbyinnyu dejaban paso a muchos otros sin nombre que teníamos la suerte de visitar en solitario tras pedir las llaves a sus cuidadores, normalmente familias que tienen una pequeña casita al lado bajo la condición de custodiar los templos que hay a su alrededor.
El súmmum de nuestro paso por Bagan fue poder sobrevolar los templos en globo. Flotando en pleno amanecer pudimos disfrutar de un inmenso mar verde de milenarios templos y pagodas que brillaban con las primeras luces de la mañana. Aquello fue como estar subidos a una pompa de jabón en un baño de espuma. Todo un regalo para la vista.
Templos de Bagan
El Lago Inle, el corazón de la Myanmar de toda la vida
Tras varios días en Bagan nos marchamos hacia el Lago Inle en un largo viaje por tierra parando antes, eso sí, en el Monte Popa. En la cúspide de uno de los salientes de un volcán dormido surge otro de esos lugares sagrados que nadie en Birmania se quiere perder. Para llegar a la casa de los treinta y siete nats o espíritus que rigen la vida diaria de las personas, uno tiene que descalzarse (una vez más) y subir más de setecientos escalones en compañía de mercaderes, fregasuelos y cientos de monos escandalosamente traviesos. Si bien es cierto que la espiritualidad que lo inunda lo hace más especial a sus feligreses que a quienes lo visitamos (y pisamos orines de macaco como si nada).
Monte Popa (Myanmar)
El premio a tanta carretera y adelantamientos kamikazes nos lo llevamos en el Lago Inle. Allí encontramos la paz que estábamos buscando. Durante cuatro días nos quedamos a merced del lago y sus pantanos poco profundos donde surgen aldeas flotantes sostenidas de milagro por pilotes de madera y una gran cantidad de monasterios budistas. En una larga y estrecha canoa que tomábamos cada mañana veíamos pescar al modo tradicional, recoger tomates en auténticos huertos sobre el agua y el reflejo de las nubes en el que es todo un espejo de tradicionalidad y cultura en el Estado Shan, uno de los más interesantes de Myanmar.
Pescador del Lago Inle (Myanmar)
Esa Myanmar rural y casi medieval que bordea las aguas del Inle resultó ser nuestro foco de energía, el lugar donde respirar y pensar las cosas con más calma. Desde allí además aprovechamos a sumergirnos en territorio Pa-O, una etnia minoritaria que a pocas horas del lago siguen sin considerarse no sólo de Myanmar sino tampoco de la propia provincia a la que pertenecen. Con una guía local ataviada con el característico pañuelo naranja conocimos Kakku, una pagoda con más de 2800 estupas antiquísimas que conforman un auténtico bosque de piedra y religiosidad a la que aún apenas ha llegado el turismo. Esta es la muestra de que Myanmar es un universo dentro de otro, como una muñeca rusa que guarda en su interior una más pequeña, y así sucesivamente hasta sacar un ejemplar minúsculo pero igual de ornamentado.
Camino a Mandalay
La última etapa del viaje tuvo lugar en Mandalay, nombre que sólo pronunciarlo evoca algo legendario. El camino a Mandalay, mucho más que un poema de Kipling o una canción de Sinatra, refresca el exotismo de la que fuera la última capital birmana antes de la colonización definitiva de los británicos. Y, sin tener nada que ver con la destartalada Yangón, aquí encontramos una ciudad más amable y abierta, con unos soberbios atardeceres más soberbios desde lo alto de una colina plagada de templos (Mandalay Hill) y una serie de obras maestras en madera de teca que son capaces de retenerte aquí durante días.
Al otro lado del río Irrawaddy (también llamado Ayeyarwady), que viene a significar “río de los elefantes” (lamentablemente quedan muy pocos en libertad en Myanmar) surgen de la nada diversas ciudades y que fueron capitales del reino tras el colapso definitivo de Bagan. Fuera de cualquier bullicio previsto nos queda Sagaing, otra colina milenaria donde muchos birmanos se alejan a meditar, Mingun con su mastodóntica pagoda inacabada, Ava, la cual se visita en un carro de caballos así como la gloriosa Amarapura, poseedora del puente de teca más largo del mundo (U-Bein) con nada menos que 984 pilotes repartidos en 1´2 kilómetros. Precisamente aquí vivimos nuestra última puesta de sol en el país, sorteando viajeros, paseantes y monjes ataviados con sus características sombrillas.
Puente de U Bein en Amarapura (Myanmar)
Un país que camina descalzo… hacia la libertad
Myanmar es un país que se está abriendo el mundo cada vez más, que pende de un lento pero proceso democrático que le puede llevar a ganar en libertad y alejar los fantasmas de una Junta Militar que sostuvo bajo arresto no sólo a la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi sino a todo un pueblo que ansía cambios. La que fuera llamada Birmania posee muchas pendientes consigo mismo y con el mundo (como buscar una solución “humana” al pueblo Rohingya y calmar a ciertos líderes de un budismo radical) pero nadie duda de que sólo existe una mirada posible hacia adelante.
Encontramos en Myanmar una pureza fascinante y, es posible, que los años vayan modificando lugares y comportamientos como precio a pagar por ser cada vez más célebre y turística. Mientras tanto quedan muchas rutas por realizar y, sobre todo, la sensación de haber tenido la posibilidad de vivir un viaje que nos ha marcado para siempre…
Fuente: elrincondesele.com
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