Viaje desde Tailandia hasta Camboya por tierra. Fue un viaje largo en autobús desde Bangkok. Durante el viaje, traté en vano de tomar suficiente Valium tailandés para desmayarme pero terminé viendo horas de musicales de Bollywood y películas de acción tailandesas en la televisión del autobús hasta que tuvimos que cambiarnos de vehículo en la frontera para continuar el viaje. El autobús no podía avanzar porque los caminos en esa zona, por decirlo así, no existían. Después de unas horas en el asiento trasero de un auto que probablemente fue nuevo durante el gobierno de Nixon, horas en las que tuve que soportar un camino lleno de tierra y de baches mientras intentaba platicar con una pareja de daneses borrachos que iban conmigo en el auto, por fin llegamos.
Bus de Bangkok a Siem Reap
En la frontera oficial recibí muchas miradas llenas de sospecha, quizás por que muchos jóvenes blancos vienen a esta parte del mundo para disfrutar los servicios de prostitutas adolescentes o tal vez por el hecho de que estaba bañado en sudor dentro la pequeña y sofocante caseta fronteriza y no traía playera porque me la quité para poder abanicarme con ella. Cualquiera que haya sido la razón, el guardia con mirada penetrante tampoco se veía muy complacido y se tomó su tiempo para darme las formas que necesitaba llenar. Aunque después de un largo rato, con sello muy apresurado en mi pasaporte, se me permitió la entrada al Reino de Camboya.
Frontera de Tailandia a Camboya
Una de las primeras cosas que noté fue que toda la gente se veía muy joven. Parecía que era un país lleno de veinteañeros. De los pocos ancianos que vi, la mayoría formaban parte del contingente de viejos con mutilaciones severas que andaban en muletas por todos lados pidiendo dinero. A muchos de ellos les faltaba alguna extremidad y otros estaban desfigurados o tenían cicatrices o quemadas horribles. Muy pronto me di cuenta de que la razón por la que no había mucha gente de la tercera edad era por que todos habían muerto.
Lo que estaba experimentando era el legado viviente de un régimen que mató a un estimado de dos millones de personas. El Khmer Rouge se fue pero su cruel reinado dejó una marca sangrienta e indeleble en el pasado, en la mente y en la población del país. El pasado sigue ahí de una forma muy tangible: en el suelo. En el terreno de Camboya se instalaron muchas minas durante los años del conflicto armado y hay un aproximado de entre cuatro y seis millones de minas terrestres que siguen enterradas en las zonas rurales por todo el país. Tiene el porcentaje per cápita más alto de amputados debido a las minas en todo el mundo. Uno de cada 236 camboyanos vive sin alguna de sus extremidades. De igual modo, es probable que también tenga la tasa per cápita más alta de mochileros extranjeros que nunca ha visto un campo de minas usando playeras con una calavera y huesos cruzados en la que se lee: “Peligro: Minas” en Khmer.
Aunque junto a estos ancianos fantasmales en la calle, encorvados por la presión de las adversidades y visiones de la locura sangrienta del pasado, existe una Comboya completamente distinta, una Camboya llena de jóvenes entusiastas, casi todos menores de 25 años. Estos jóvenes son los hijos de una generación diezmada por la guerra y están ansiosos por dejar atrás los viejos tiempos y hacerle frente a un futuro lleno de dólares extranjeros entrando al país.
Los dueños de la casa de huéspedes en la que me hospedé parecían personificar esta energía positiva y juvenil. Los dos tenían 21 años, su nivel de inglés era suficiente como para mantener una conversación y eran demasiado amistosos. En especial cuando descubrieron que yo era de California.
“¿Eres de California? ¡Eres sufista! ¡Malibu!”
“¡Pues, en realidad, no surfeo. Pero hay muchos allá que sí lo hacen. Ya es algo.”
“¡Un californiano! ¡Surfea! ¡Es surfista!”
“...Ok, sí, soy surfista.”
Su entusiasmo y emoción eran contagioso, así que decidí sólo seguirles la corriente. Y no fue sólo en la bienvenida. Después de dejar mis maletas, tomé un baño y me acosté en una hamaca, otra vez se sentaron a mi lado, sonrientes y simpáticos.
“¿Quieres pizza?”
“Sí, suena bien, me encanta la pizza.”
“¿Quieres pizza normal o pizza especial?”
A pesar de que acababa de llegar a Camboya, estuve viajando por el Sureste de Asia por un tiempo, entonces no estaba tan perdido cuando pregunté: “¿La pizza especial significa… drogas?"
Eso les causó mucha gracia. “¡La pizza especial es pizza con mota! ¡Muy bien!”
“Sí quiero una pizza especial, gracias.”
Lo dos “chocaron” las manos conmigo y después se fueron a la cocina pero apenas habían pasado unos minutos cuando regresó uno y se sentó a mi lado. Su sonrisa era amplia al momento de sacar de su bolsillo una gran bolsa de hierba y lanzarla como si nada sobre mi laptop.
“Un regalo de bienvenida. Para ti.”
Me pareció una cantidad excesiva de mariguana para ser un regalo.
“Es demasiado. Voy a pagarles”, les dije y metí la mano en mi bolsillo.
“No, no. Regalo. Tú disfruta”. Volvió a sonreír y se fue.
No hay duda alguna sobre la hospitalidad de los camboyanos. Preparé con mucha dedicación mi churro lleno de hierba seca y café, y la compartí con unos alemanes que estaban sentados cerca de mí mientras veíamos una película de X-Men en un DVD portátil.
Poco después llegó la pizza de hierba. Era muy grande, grasa y deliciosa. No era muy fuerte en su “especialidad”, pero la mariguana en el sureste de Asia en general es muy mala y pagué aproximadamente 1.37 dólares (18 pesos) en total, así que estaba muy satisfecho con mi inversión. Además, me di cuenta que estaba muy interesado en la plática de los alemanes, entonces creo que si me pegó aunque sea un poco. Luego de muchas cervezas, más “dame esos cinco” con los dueños y un acuerdo unánime con los alemanes acerca de que Buckminster Fuller en verdad era el mejor, me dirigí a mi diminuta habitación con mosquitero para dormir. Necesitaba un descanso ya que al día siguiente tenía que levantarme muy temprano por la mañana para buscar a alguien que, a cambio de dinero, me diera la oportunidad de hacer realidad un sueño que he tenido desde que era un niño que pasaba sus horas de juventud jugando con pistolas Nerfs, GI Joes y viendo películas de acción: Quería disparar una AK-47.
En realidad no era algo que prescindiera de mucho esfuerzo. Es muy fácil encontrar armas en Camboya. Mientras caminaba por las calles de la capital, Phnom Penh, pude ver anuncios gigantes con escenas coloridas de ciudadanos felices con los brazos entregando armas, rifles y granadas a hombres vestidos con uniformes oficiales. Estaba escrito en khmer, pero el mensaje era claro: “Oigan todos, entreguemos nuestros arsenales y no es necesario 'estar armado hasta los dientes', ¿ok?” Pero en mi opinión, la gente no tenía prisa por deshacerse de sus armas ya que la enorme cantidad de armamento que quedó después de la pasada época sangrienta no sólo sirve como protección contra un resurgimiento de guerrillas comunistas, sino que también tiene un nuevo uso: campos de tiro para los mochileros extranjeros que no escatiman en gastar su dinero.
¿Quieres disparar artillería antiaérea en la selva y cortar un poco de la flora local? No hay problema. ¿Quieres vivir tu fantasía de ser tirador y disparar todo lo que quieras con una metralletas M-60 con un cinturón de municiones mientras te ríes como loco y llueven cascos de balas alrededor de donde estás parado? Por aquí, por favor. Pero va a costarte. Para que te des una idea, disparar una metralleta M-60 con un cinturón de 100 municiones cuesta 175 dólares (2,300 pesos). En un país donde puedes comprar una cerveza por menos de un dólar y conseguir un cuarto con otros tres dólares (40 pesos), es un gasto considerable. Aún así, a pesar de cobrar un cantidad que equivale a uno o dos meses de viaje para algunos mochileros, el negocio de los campos de tiro está prosperando para estos hombres.
Después de un largo rato de estar sentado en la parte trasera de una moto rentada en donde me concentré únicamente en abrazar con todas mis fuerzas al conductor mientras íbamos a una velocidad excesivamente rápida entre cientos de otras motos y baches mortales, por fin llegue a uno de estos campos de tiro improvisados que se encuentran a las afueras de la ciudad. No era más que una pequeña construcción hecha de bloques de cemento con un techo verde de plástico corrugado, en medio de un área de la selva donde no había árboles porque los talaron (o los derribaron con granadas). Una parte de la estructura era donde te parabas para disparar con los rifles hacia unos blancos ya preparados afuera y la otra parte era un cuarto lleno de armas.
Rifles Kalashnikovs (AK-47), morteros, cañones de 30mm, granadas, misiles y hasta un lanzallamas viejo. Al ver todo eso, uno piensa que si se cuenta con el dinero suficiente, todo es posible. Más que nada porque el encargado me dijo: “Dinero suficiente, usas todo lo que quieres”.
Pero yo sólo quería la AK-47. Además, ya había gastado mucho en este viaje de todos modos, aunque defiendo con firmeza mi compra de varios shuriken en la Calle Khaosan en Bangkok. Cuesta 30 dólares disparar una AK-47 y un dólar extra por cada recarga de bala. Si en Estados Unidos hicieran lo mismo que hacen en los campos de tiro en la selva de Camboya y cobraran un dólar por bala, es muy probable que se reduciría el número de muertes por armas, pensé mientras le daba mis billetes arrugados y húmedos al hombre sin playera y con un sombrero de paja. Deslizó el cartucho de balas dentro del rifle y estaba a punto de disparar la primera ronda cuando lo detuve. “Por favor”, le dije y coloqué una mano sobre el arma. “Permítame”.
Disparar fue como perder mi virginidad: tentador al principio, ruidoso después, asombroso y terminó muy rápido. Ya había disparado un arma muchas veces antes, pero era mi primera vez con un rifle de asalto automático, y déjenme decirles, no fue nada decepcionante. A pesar de que disparé tan rápido que estuve tentado a comprar otras 30 balas, la AK-47 fue tan poderosa y tan violenta como se espera que sea un arma tan icónica y me dio mucha satisfacción dispararla. El fuego y la venganza salen de su cañón a gran velocidad. Las balas destruyen y arrancan enormes trozos de los árboles, de las piedras y de la tierra. Cuando terminé de disparar ese cartucho y bajé el arma, me di la vuelta hacia el encargado con una gran sonrisa dibujada en mi rostro. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea para ganar más dinero y sacó el lanzagranadas.
“Dispara vaca, no hay problema.”
Aunque el hombre se veía tan miserable y la explosión de un misil pudo haberle alegrado el día, eso no significaba que iba a dispararle a una vaca. No soy un monstruo. Tal vez son un joven decadente de Occidente pero no estoy dispuesto a volar en pedazos a una vaca que no se lo merece.
Definitivamente ya era hora de regresar a Phnom Penh y continuar con mi aventura camboyana, así que rechacé con tacto la oferta del hombre y seguí mi camino. Aunque,si de verdad necesitan una razón para dejar comentarios despectivos en mi contra, les confieso que comí perro en Vietnam como tres semanas después.
Fuente: vice.com
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